domingo, 11 de diciembre de 2011

La jugada del centro comercial

Estaba este fin de semana pasado en uno de los centros comerciales que hay por mi zona, tomando algo con calma, dejando la mente ir libre, oyendo la música de fondo... cuando me dí cuenta de la escena en la que estaba inmerso.

A mi alrededor, la decoración navideña, que lleva puesta desde final de noviembre, consistía en elementos simplemente decorativos, de colores rojo y verde mayormente, algunos abetos con guirnaldas, muérdago, bolas gigantes colgando del techo, adornos que dan la impresión de que ha estado nevando, carámbanos y colgajos luminosos, algún muñeco de nieve, ese tipo de cosas... Ese tipo de cosas que no tienen sentido en una navidad "tradicional" en este país. Pero la cosa no acababa ahí. Lo que me había hecho pensar en esto es que las canciones que estaban sonando todo el rato eran villancicos. De los más tradicionales: el tamborilero, el chiquirritín,... Pero todos sin letra, sólo la melodía.

La jugada del centro comercial se me hizo ridículamente evidente: en su intención manifiesta de que los visitantes compren, pretendía crear un ambiente lo más consumista posible, o en otras palabras, lo más inclusivista posible, haciendo que niños y mayores, celebrasen como celebrasen las fiestas, sintieran que el centro comercial estaba acorde con su idea particular de la navidad, en la medida de lo posible. Especialmente los mayores, que después de todo son los que llevan la cartera en el bolsillo: para ellos se reservan los villancicos clásicos que a los niños cada vez les dicen menos, porque les recuerdan las navidades que ellos pasaban de pequeños, cuando se cantaban con más coherencia, cuando se celebraba el nacimiento. Para los más jóvenes son las decoraciones traídas de las películas americanas, que es lo que ellos asocian con la navidad.

Reconozco que sentí un cierto regocijo malicioso al pensar que la navidad, la "Auténtica Navidad Cristiana", había sido despojada de todo lo que en España se le ha asociado desde siempre: el portal de Belén, los reyes magos con sus camellos, la estrella, el nacimiento de Jesús; es decir, los elementos inherentemente religiosos de la fiesta. Todo para convertirla en la celebración del consumismo por excelencia, con una nueva simbología que a pesar de venir de un país profundamente cristiano como es Estados Unidos, tiene más bien poco o nada de religioso en ella: retiene esas raíces paganas, anglosajonas en su caso, de la fiesta. Como bien sabemos, al fin y al cabo, la fe se apropió de muchas cosas para facilitar su asimilación y expansión, y entre ellas, está la festividad del solsticio y análogas en otras culturas de antes.

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El caso es que, a pesar de toda la parafernalia, a pesar de poder verle el lado bueno y poder apreciar la fiesta, hay muchas cosas que no me acaban de convencer o que me llaman la atención. He citado ya el consumismo; los que sigan viendo la caja tonta estarán ya empezando a hartarse de las noticias de que estas navidades la familia promedio gastará tanto en regalos o en celebración, que si se va a llevar más el conejo o el pavo en las cenas, los trajes de gala más buscados, las colas kilométricas en la puerta de Doña Manolita o las ventas astronómicas de la Bruja de Sort...

No es que el consumismo sea per se algo negativo (es el motor de la economía, después de todo), me refiero más bien a lo que implica, lo que ocurre por detrás, en la cabeza de la gente: la navidad fomenta la aparición del, no por nada, llamado espíritu navideño: esa sensación confortable y difusa que amenaza con llevarse por delante la cordura de todos y arrastrarlos a una espiral creciente de compras y ñoñería desmedida. La gente se deja llevar aún más que en otras épocas del año por chorradas varias (como números de lotería fectiches y brujas-lolas diversas que pretenden atraer a la buena suerte para ganar "el Gordo"), y empieza a decir cosas como que hay que dejar salir el niño que se lleva dentro (oh, por favor...)

Luego viene mi favorito, la hora de hacerse propósitos de año nuevo: este año aprendo inglés, pierdo peso, voy al gimnasio, me caso o encuentro novi@, viajo al extranjero, logro ahorrar algo, o, por supuestísimo, dejo de fumar. Ahora sí, ahora es de verdad, el año pasado no lo decía en serio. O es que ocurrió tal o cual, no fue culpa mía, yo quería, pero es que... La gente ya tiene incluso el buen criterio de no hacerlos públicos, lo cual, aunque dificulta que luego aunque sólo sea por honor los cumplan, permite conservar un poquito de dignidad cuando llegue la siguiente nochevieja y sean los únicos que sientan la vergüenza. A ver, que ya sabemos que cuesta conseguir esas cosas, que dependen de mil factores ajenos a nuestra voluntad: sed realistas, apuntad a algo que podáis conseguir, y no tan alto que cuando la pendiente que hay que subir se haga evidente al día siguiente, cuando la euforia de nochevieja se haya esfumado, renunciar al propósito empiece a volverse apetecible.

Tan apetecible por cierto como ese otro gran clásico de las fiestas: las sobras que darían de comer a un regimiento al día siguiente. Por que no sé vosotros, pero en mi familia tenemos la costumbre/manía/defecto de que no sabemos preparar comida para el número exacto de gente, y ante la duda, y como suelen repartirse los platos para que nadie se dé el atracón de cocina, al final resulta que todos deciden llevar o bien más cantidad de la que inicialmente se dijo, o bien directamente aparecen con alguna ocurrencia extra de última hora. Y ya puestos, encargamos algún pollo asado por si acaso. Así que luego pasa lo que pasa: que la mesa no es capaz de contener todo lo que se ha preparado, la gente está a reventar antes de terminarse los entrantes, y al día siguiente todos se han llevado suficiente para no tener que cocinar en año nuevo. Que la verdad es que se agradece, ahora que caigo.

Porque así puedo cumplir con la tradición de mi casa sin tener que preocuparme más que de encender el microondas: ver el Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena (este año le vuelve a tocar dirigir a Mariss Jansons, por cierto). Llamadme lo que queráis, pero no me llaméis el día 1 hasta que acabe el concierto porque no cojo el teléfono mientras tanto. Yo aviso.

Pero aún así es más que eso, ¿no? Incluso para un no creyente. La navidad es el tiempo del año en que logras pasar unos días con la familia (en mi caso al menos, que llevo viviendo estable fuera del pueblo ya 7 años), se juntan todos los que pueden y quieren para cenar o comer, te ríes viendo cómo tus parientes no dan a basto a comerse las uvas al ritmo de las campanadas, haces algún regalo a quienes te importan (y ocasionalmente recibes alguno también),... No celebro nada en particular, de verdad: ni que simbólicamente la luz regresa al mundo porque los días se hacen más largos, ni que nace el salvador de ninguna religión, ni que acaba un año y empieza el siguiente. Simplemente es una ocasión para descansar y disfrutar. Y así está bien, no hace falta nada más para pasar una navidad como Dios manda.

2 comentarios:

  1. Eso,que no se les ocurra llamar ni a la puerta ni al telefono porque serán ignorados ¡

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  2. Que bonito! De verdad. Yo no me fijare en que propositos quiero cumplir sino en cuales he logrado cumplir este anyo. Think positive! A pasar una navidad en condiciones "si Dios quiere" Un abrazo

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